En carne viva
Este texto es antiguo, lo escribí a los 18 en mi blog de Medium. He querido recuperarlo porque ante todo, era mucho más infeliz y dramática que hoy, pero eso sí, escribía el triple.
«…) Vamos dejándonos en todas partes
en camas, en cuartos,
en campos, en mares, en ciudades,
y cada uno de esos fragmentos
que ha dejado de ser nosotros,
sigue siendo como siempre nosotros.»
Silvina Ocampo
Hoy, al girar la calle que lleva al portal, la he visto de nuevo.
Las piernas delgadas, las manos deshuesadas en posición de demanda y la misma expresión de socorro de ayer seguían en los ojos de esa mujer que se sienta a pedir cada día en la puerta de la iglesia. He rebuscado en los bolsillos por si acaso, pero nada. He acelerado el paso con el rostro inclinado hacia abajo, evitando a toda costa que nuestras miradas se cruzaran. No soy capaz. Nunca he sido capaz de mirar a los ojos a la gente que espera algo de mí que no les puedo ofrecer.
Juan 1:14. La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Nunca he sido religiosa ni practicante, no he ido a misa ningún domingo por voluntad propia y he pecado más de lo que acepta la Iglesia, pero pienso en algo en lo que, hasta ahora, nunca antes había caído. Busco la definición de fe en el diccionario. Convencimiento íntimo o la confianza, que no se basa en la razón ni en la experiencia, en que algo es eficaz, verdadero o posible. Quizás si tenga una religión y todo este tiempo he estado equivocada. Yo no soy creyente, pero creo en la palabras como en pocas deidades he creído.
Me debo al lenguaje. Le rezo a diario, le construyo altares y, si no lo encuentro, lo busco entre los cuerpos de la gente con la misma necesidad con la que los enfermos piden piedad. Pienso entonces, ¿Qué diferencia al ser humano del lenguaje? ¿Qué diferencia a la palabra de la carne? Nada, me respondo sola, divago a solas en la cocina. Son similares, la misma cosa. Ambas están compuestas de la otra parte por parte. La palabra vive porque vive la persona, la persona vive porque vive la palabra. El rito para invocarlas es el mismo. Si no se piensan, si no se buscan, si no se esperan, ninguna existe.
Mamá me llama. Saca la carne de la nevera y córtala en trozos.
Sigo buscando similitudes mientras despedazo el muslo de pollo. La cocina se parece a la comunicación, pienso, misma dinámica. Se agrupan los ingredientes, se cortan, se descuartizan o se juntan, según convenga. Luego se piensa en el objetivo. ¿La intención es dulce o más bien amarga? ¿Quiero que llene, que sea ligero, que no se olvide? Así, una vez se tienen claras las finalidades se junta todo y se le da consistencia. Algunas veces el proceso es más lento, tenemos tiempo de sobra, se trabaja la receta, se cuida, se decora. Otras veces no resulta tan agradable. Por falta de tiempo — o de cuidado – nos llevamos a la boca lo primero que pensamos y acabamos escupiendo cada cosa que ingerimos, ya sea en forma de carne mal cocinada o en forma de palabras que no se reposaron lo suficiente antes de salir al exterior.
La cuestión es que una vez terminado el alimento / el lenguaje / las cosas se ponen sobre la mesa. Se comparte con los demás en algunos casos y se espera profundamente que nuestras palabras sean fáciles de digerir, que sean agradables, que no sean agrias, que no resulten sosas. Que quiten el hambre, sea como sea. Otras veces se fracasa. Una lo intenta pero en el fondo sabe que su receta – o la de otros -, no sabe bien, que el propio cuerpo la rechaza. Entonces tiene dos opciones : la primera, desechar el alimento o desechar el lenguaje. Evitar que el veneno le cale los huesos. Rara vez una elige esa opción, por cortesía. La mayoría de las veces una termina devorando palabra por palabra y trozo por trozo las cosas que alguien le dice o le cocina. Evita herirle. Nunca queremos llegar hasta el punto incómodo de decir : No quiero tu alimento, porque me sienta mal. No quiero tus palabras, porque me hacen daño.
A veces nos tragamos el veneno a consciencia.
Enciendo el fuego y no importa que el aceite salpique los muebles, estoy recordando. Cuento las veces que las palabras se me quedaron grabadas en la mente como se me quedó grabado el sabor de las galletas de Mamá o los caramelos que la tía Loli escondía por la casa. Esta relación me sabe a poco. Te falta algo. No encajamos bien. Necesito probar cosas nuevas, en la parte agria. En la parte amable, las veces que alguien cocinó para mí algo que no me gustó y me tragué hasta el último bocado como un lenguaje no verbal que se esconde en el cariño. Un me desagrada, le falta sal, me sabe mal que guardamos y callamos con prudencia, sustituyéndolo por algo que no duela tanto escuchar. Me tragaré las palabras por ti. Masticaré las palabras por ti.
Muchos de nosotros también fuimos, alguna vez, el ingrediente que faltaba en la receta de alguien. Llegamos a la vida de la gente y la endulzamos o la amargamos según convenga. Duramos el tiempo que ellos consideren justo, el tiempo que tarden sus cuerpos en expulsarnos. Lo más importante, por encima de todo, es el orden en el que llegamos a su mesa. Nuestro valor depende de cuanto nos echen de menos, como las especias o los productos endulzantes. Si llegas al inicio, es importante que te hagas notar, que el resto de ingredientes no te opaque, que no te pierdas en el camino. Si no, tu presencia será nula y siempre llegarán después de ti sabores nuevos, otras recetas e ingredientes que harán que te quedes atrás, aunque siempre vaya a permanecer una parte de tu esencia en las recetas de los otros. Por eso es probable que, por mucho que insistamos en hacernos notar, gran parte de las veces acabemos siendo el ingrediente que sobra y no podamos hacer nada para evitarlo. Es normal agotar los sabores. Es humano y evidente como es evidente, también, que hace rato que he dejado de escribir sobre cocina.
Mi familia llega a casa y se sienta a la mesa.
Mastican la carne una, dos, tres veces más de la cuenta. Se sabe que mi plato no es lo mejor que han probado en sus vidas, pero no dicen nada. Mastican y tragan, mastican y tragan. Para alimentarse de algo que al cuerpo no le gusta hay que estar muy lleno de amor o muy muerto de hambre. Sonrío por dentro, quiero creer que me quieren.
Quiero creer que yo quise porque más de una vez me tragué las palabras para no escupirlas. Porque más de una vez escupí las palabras para no tragarlas. Porque guardo, pese a todo, saberes en los ojos, sabores en la lengua que no se irán nunca. Tengo la fe ciega de la mujer de la Iglesia. Alguien que se ha olvidado de mí me recordará en la lengua y sino es en la lengua, me recordará en el lenguaje. Todo lo que una se lleva a la boca se le queda dentro.